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domingo, 15 de septiembre de 2013

El conflicto CNTE-Gobierno Federal o ¿Porqué los gobiernos no entienden que la Ley sí se negocia?

 Por Erik Quintanar.

En relación a las reformas a la Ley para la “reforma educativa” promovida por el Gobierno Federal
Normalmente la gente, los gobiernos y las personas comunes, no tienen interés en salir de su orden preestablecido, porque es ahí donde actúan de cotidiano con cierta tranquilidad y persiguen con confianza sus objetivos y necesidades. Es ahí donde generalmente se exasperan automáticamente contra quienes hacen manifestaciones y proponen o exigen cambios, o se oponen a ellos, como en este caso la CNTE, y no aceptan, más que tras fuertes presiones, la necesidad del diálogo y la negociación. Pero todos somos seres humanos, ciudadanos y sujetos de derechos. A veces se nos olvida. Nuestra situación económica, laboral, cultural, ambiental, política, espiritual, etc. es harto diferente. Nuestras necesidades concretas son también diferentes, aunque en sentido general son iguales.
De inmediato alguien podría saltar y decir: -¡Por eso! todos tenemos derechos, y sus derechos de uno terminan donde empiezan los del otro, ¡así que no me chinguen!, ¡que no me afecten con sus manifestaciones!, ¡que no afecten a mis hijos privándolos de sus clases!
No le interesa detenerse a escuchar.
Por supuesto, también hay manifestaciones inauténticas, mezquinas, politiqueras. Pero es corriente que ni los gobiernos ni las personas comunes se interesen en distinguir la diferencia, o analizar cuando una manifestación es genuina o cuando es una simple treta de poder.
Propongamos una premisa. Si tenemos un grupo bastante nutrido de manifestantes airosos contra un gobierno, no podemos asumir que se trata de un ejército de zombis manipulados. ¡Tienen un motivo auténtico para manifestarse! -más aún si los manifestantes no son miembros directos de la clase política-, y entre más manifestantes sean y más airosas sean sus protestas, más legítimo ha de ser su motivo. Se puede obligar o ‘coercionar’ a grandes cantidades de personas para presentarse a una manifestación, portar sombreritos de cierto color, camisetas rotuladas y banderitas, y lanzar consignas, pero no a apasionarse con las causas de la manifestación. Al menos no, en tanto se trate todavía de seres humanos. Cuánto más aún, cuando esa pasión a veces los lleve a actuar al margen de la ley y desviarse de los caminos adecuados que requieren sus propios intereses. Cuando hay un dolor intenso es natural la respuesta violenta. Aún con todo, hay manifestaciones pacíficas y minoritarias igual de legítimas. El gobierno debe escuchar, dialogar y negociar siempre, en tanto pretenda que es un gobierno democrático.
No podemos sin embargo, negar que las masas se contagian -más cuánto más jóvenes sean sus participantes-, y que si un grupo de infiltrados, o tal vez unos cuántos irresponsables comienzan a cometer excesos contra las personas, policías o propiedad ajena, es posible que la pasión se desborde en cualquier manifestación. Pero sobre todo, cuando ocurre la respuesta policial. El miedo, el ego y la adrenalina surten efecto creciente ante este tipo de situaciones de estrés público. Pero me parece altamente improbable que los miembros de una manifestación auténtica se involucren mayoritariamente en los excesos, pues están consientes en todo momento de su objetivo principal. Y si lo hacen, es seguramente porque el gobierno no ha sabido o no ha querido escuchar. El gobierno debe ser capaz -¡y es su altísima obligación!- de saber diferenciar a los auténticos manifestantes de los manifestantes infiltrados, como una política de Estado, y tener el tacto para actuar frente a los excesos de éstos, que no son delincuentes comunes y corrientes: algunos solo se dejaron llevar por la pasión, y de otros sus excesos son motivados por razones políticas y no delincuenciales (en los casos de los infiltrados pagados por el mismo gobierno o grupos políticos, sí suelen ser delincuentes corrientes, en cuyo caso, es evidente que el gobierno en turno no actuará contra ellos) Aceptemos la necesidad de la intervención policial contra los que cometen excesos en una manifestación política -aunque con un tratamiento especial, con tacto político y social, recordando que no son delincuentes comunes-, pero también la obligación del gobierno de dialogar y negociar, aunque haya excesos. Es común que los gobiernos usen los excesos de unos para reprimir el movimiento de otros y desconocer la manifestación auténtica.
 El tema de los manifestantes revolucionarios, como ciertos grupos anarquistas o comunistas, es diferente, y merece un análisis separado y concienzudo. Puesto que éstos, normalmente parece que no buscan la manifestación como tal, sino que se infiltran en todos los movimientos sociales posibles, para aprovechar las coyunturas y llevar esas manifestaciones hacia sus fines, tratando de ganar adeptos ideológicos mediante la pasión del hartazgo social hacia la ineficiencia y perversión de los gobiernos, que no son capaces de proveer justicia social y proteger al individuo frente a los grandes capitalistas, pero sobre todo, propiciando la desconfianza hacia el poder en la idea de que los gobiernos siempre son aliados del capital y contra el pueblo. Si bien los revolucionarios creen en muchos casos (no siempre) que la violencia es la única manera realmente posible de transformación para alcanzar el máximo bien público, no podemos en ello, precipitadamente, denunciar motivos ilegítimos, si bien pueden ser ilegales los métodos. Y en ello debemos recordar a Gandhi: “cuando una ley es injusta lo correcto es desobedecer”. Aunque Gandhi, como es sabido, optaba por la desobediencia civil pacífica, como aprendió en parte del ruso León Tolstói y del estadounidense Henry David Toreau.
Hay por supuesto, quienes consideran legítimamente, que si una ley es injusta lo correcto es luchar por los canales legales para modificarla, a través de la comunicación con los legisladores (solo aspiracional en estados democráticos); lo cual, no está de más notar que normalmente es un verdadero y eterno suplicio, más cuando los legisladores suelen ser sujetos copartícipes del pastel del poder, cómplices y corresponsables del estado actual de las cosas, y que en muchos casos tienen muy poco interés y capacidad para escuchar a sus representados y promover las reformas y aplicaciones legales que éstos solicitan.
¿Pero dónde queda la Ley. Dónde la Razón? ¿La Razón del Poder o la Razón del Pueblo? ¿La Razón del statu quo o la Razón de la Revolución?, ¿hay una Razón universal, imparcial, igual para todos? Y, una vez superada la dificultad lógica, ideológica, ¿cómo dilucidar el conflicto cuando en la lucha política prima sobre todo la simulación y la estrategia para fines preestablecidos e “incuestionables” para cada uno? ¿Podemos esperar que la gente, los grupos civiles, los gobiernos, revisen sus fines, sus objetivos, o solamente esperaremos que gane el que detente más poder, y, en caso de lograrse el consenso éste resulte de un simple equilibrio de fuerzas entre los actores del conflicto? ¿Tiene algún sentido dilucidar filosóficamente la naturaleza y características del conflicto? Desde la perspectiva del observador y el tercero afectado, parece que sí. Uno debe saber a quién apoya y contra quién, y para ello necesita buenas razones, en donde las razones son razonamientos y no solo intereses.
El conflicto normalmente se destraba cuando ambas partes obtienen algo que les parece razonable a ambas, no necesariamente cuando obtienen lo que buscaban al inicio. Lo razonable muchas veces está en función de la satisfacción de necesidades o deseos materiales, derechos, libertades y privilegios (los privilegios son por naturaleza para unos cuántos, generalmente los líderes o grupos minoritarios); aunque en gran medida está en función del poder, de lo que realmente puede cada uno de los actores hacer frente al poder desplegado por el otro. Uno acepta de lo que quiere lo que puede. Sin embargo, en el fondo, y muchas veces también, lo razonable está en función de lo que se comprende como universalmente válido, razonable: lo justo. Se puede uno conformar con lo posible, momentáneamente, pero nunca se conforma con menos de lo justo para siempre.
Para algunas personas –léase políticos, caciques y caudillos- es relativamente fácil engañar a grupos de ‘gentes’ sobre lo que es razonable o justo –más cuanto más pobres y necesitados están- por eso es importante que las masas se cultiven en la razón. Es por ello que los maestros y universitarios no aceptan mayoritariamente una política educativa neoliberal, privatizadora, que pretende suprimir la formación crítica, a cambio de favorecer solo la capacitación productiva para crear mano de obra para las grandes empresas, ni una política laboral docente (porque la reforma educativa parece que va más sobre lo laboral y no parece reformar para bien los planes de estudio ni los recursos económicos e infraestructura para la educación, pero sobre todo, no coloca en los puestos importantes de la política educativa a gente capaz y adecuada) que debilita la fuerza opositora del sector magisterial y facilita la imposición de las políticas pretendidas por los grandes capitales y los gobiernos afines.
Ahora, si bien la Ley debe establecerse conforme a la Razón, y no conforme al capricho popular, un Estado democrático no debería decidir unilateralmente lo que es razonable y justo para convertirlo en ley, ni tan siquiera una comisión especializada (-y mucho menos un grupo de órganos empresariales como Mexicanos Primero en colaboración con la OCDE. Revista Proceso, edición 1923) ha de decidir eso para legislar sobre los derechos y deberes de un grupo social, como ahora los maestros, o la nación en su conjunto, máxime cuando se trata de legislar sobre evaluación en materia educativa y laboral, contra los expertos en materia educativa. Ahí está la falacia: se disfraza de educativa una reforma laboral. El gobierno no debe tener tanta prisa por sacar una reforma educativa (laboral), sorteando la necesidad del diálogo y la negociación, pues si hay un sector que puede conocer lo que se debe corregir en la educación y cómo, ese es justamente el sector al que están privando del derecho de opinar. Y si hay un responsable del estado actual de la calidad de la educación y las deficiencias educativas de los maestros, ese responsable es justamente el gobierno a lo largo de los distintos sexenios y de los distintos colores partidistas. Una reforma que pretenda mejorar la calidad de la educación no puede desconocer la opinión del magisterio. En una democracia -es más, en una comunidad humana cualquiera- no debe aceptarse el autoritarismo legislativo. La ley se debe negociar con los afectados y consensuar con todo el pueblo, si bien debe tender a la razón.
La ley para que sea legítima tiene que ser conforme a la voluntad popular, no del gobierno, y para que sea justa debe ser conforme a la razón universal, no al capricho ni a razones subjetivas.
                                   Amar es encontrarle sentido a la vida en lo amado. He así como el filósofo ama la sabiduría, y ésta, como todo lo amado, es escurridiza.
@ErikQuintanar

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